sábado, 15 de diciembre de 2012

Capítulo 11.

Dos horas habían pasado desde que dejamos a Ginny en el centro de acogida.
Habían llorado, ella y mi madre, cuando se produjo la despedida definitiva. ¿Quién sabe si nos volveríamos a ver? Como siempre, había tenido que ser la fuerte, conteniendo las lágrimas que acechaban mis ojos y amenazaban con caer.
Ahora, mi madre y yo estábamos sentadas en una calle con poca gente. Nos miraban al pasar, extrañadas, y algunos, asqueados. Ella se apoyaba contra una pared, con las rodillas abrazadas contra el pecho y la cabeza entre ellas. Llorando.
La miraba con el ceño fruncido. ¿Cómo podía ser tan débil? Vale, había perdido a su marido y a su hija, pero yo había perdido a mi padre y a mi hermana.
Sentía que la pena me inundaba el pecho, y me traspasaba el corazón como si de un cuchillo se tratase. Pero no lo mostraba.
''Alguna tenía que ser fuerte'', pensé. 
Suspiré.
-Mamá -dije.
-Annabeth, lo siento tanto.
Era la ¿enésima? Sí, la enésima vez que se disculpaba hoy.
-No tienes la culpa de nada. No te disculpes más.
No contestó.
Ella había cambiado, físicamente, muchísimo.
''Está mucho peor'', me dije.
No quería perderla a ella también. No podía perderla a ella también.
Pensé en mi antigua vida. Amigos, casa, comida, familia, escuela.
Las lágrimas invadieron mis ojos de nuevo. Traté de contenerlas, pero me habían pillado desprevenida, con la guardia baja.
Dejé que se derramaran, las dejé caer hasta que se agotaron.
No era tan fuerte como pensaba.


Era de noche, hacía frío. Habíamos encontrado un lugar cubierto en un intento de protegernos del congelado viento de febrero. Sin éxito, por supuesto. El aire nos congelaba.
Nos abrazamos en un intento de entrar en color, apretándonos contra una esquina.
Pensé en lo imposible que sería para mí dormir en esas condiciones, mas mi madre lo consiguió.
Pasó media hora, una, dos. No podía dormir. El viente silbaba en mis oídos. Tres horas.
''Imposible'', pensé.
En ese momento, escuché pasos. Se aproximaban.
¿Quién era, a estas horas de la noche?
El corazón me latía desenfrenadamente. 
Pensé en cómo podía defenderme.
''Una piedra'', pensé, ''necesito una piedra grande y afilada''.
Palpé el suelo lleno de grava hasta encontrar la piedra perfecta.
Me escondí, esperando a la persona extraña.
No podía verle la cara, pero sabía que era un hombre.
Cuando se hallaba a un metro de mí, salté a por él.
Le cogí por sorpresa.
Caímos al suelo.
Le iba a pegar en la cara, cuando gritó:
-¡Annabeth!
Reconocí esa voz, dulce como la miel.
Le miré a la cara. Sus rasgos. Sus ojos, su boca, su pelo. Todo tan familiar.
Jack.

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